Tengo que confesar que me sentí sorprendido cuando recibí la invitación para contar cuál es el significado y el valor de mi vida religiosa viatoriana. Pasaron varios días antes de responder. En el fondo, acepté escribir porque admiro a mis hermanos de comunidad. Lo que he vivido junto a ellos me ha impactado y ayudado a encontrar el sentido y valor a mi vida religiosa viatoriana, por su servicio pastoral, su entrega, y sencillez.

P. Gerardo Soto, CSV

Hace pocos días, en uno de los controles sanitarios con motivo de la pandemia de coronavirus, además de tomar mi temperatura, me preguntaron la edad; 68, les respondí. En un momento dudé. Me interrogué en mi interior, ¿me habré equivocado? Pues no. Esa es mi edad. Bueno, eso sirvió para que profundizara en lo que estoy haciendo hoy con mi vida y cuál es el sentido que le estoy dando.  Para comenzar, diré que soy un religioso, viatoriano, que me he comprometido para anunciar a Jesucristo y su Evangelio. Mi vida religiosa ha transcurrido entre la formación, servicios al interior de mi Provincia, y años dedicados a la educación en colegios, siempre conectado con el servicio de colaboración con los párrocos, allí donde me enviaban.

Conocí a los viatores cuando ingresé al colegio de la reciente fundación viatoriana de Viña del Mar. Tenía 10 años. El atractivo que ejercían los jóvenes religiosos venidos de España sobre el alumnado era enorme. Cautivaban por su alegría, entusiasmo, cercanía, por su labor social y fraternidad. En esos años el país estaba cambiando. Se hablaba de la “revolución en libertad”, que pretendía sacar a los chilenos de la pobreza. Se abrió el Juniorado en Puente Alto y se invitó a algunos alumnos, entre ellos yo, para discernir nuestra vocación en los Clérigos de San Viator. Lo aprendido en la parroquia y el colegio, mi segundo hogar, pronto pasó a ser parte de mí. Se me abrieron las puertas, pues yo quería ser uno de ellos. Estaba descubriendo lo que llenaba mi vida juvenil. No fue fácil, pero algo me decía dentro de mí: ¡Toma esa decisión! Fueron años felices. Eran tiempos convulsionados: el Concilio Vaticano II trajo grandes expectativas. Al poco tiempo el juniorado se cerró. Presentí que no sabían qué hacer con nosotros. Eran los inicios viatorianos de una búsqueda de cómo insertarse en la sociedad chilena. Mis compañeros abandonaron el juniorado y me quedé solo. Me enviaron a casa con la intención de compartir al mismo tiempo con la comunidad religiosa de Viña del Mar. Fue un año extraño pero lleno de esperanzas.

Comencé los estudios de Educación en la Universidad Católica de Valparaíso. El país se sumía en una batalla por el poder político y se eligió, democráticamente, un gobierno socialista con Salvador Allende como presidente. Los ánimos se enardecían y se hablaba del “hombre nuevo”. El Che Guevara y los sistemas marxistas se imponían. Se quería un cambio radical. La política me apasionaba y en la Universidad participé activamente. Pero no me llenaba. Descubrí que la educación traería la liberación y la promoción de nuestro pueblo. El mejor servicio que se podía hacer. La misión viatoriana estaba cien por cien comprometida con ella y respondía a mis ideales de cambio. Los significados y los valores van cambiando. Lo que importa no es el sentido de la vida en formulaciones abstractas, sino el sentido concreto de la vida de uno, en un momento determinado.

P. Soto con los feligreses

Solicité hacer el noviciado. Para mi sorpresa me enviaron a 14.000 kilómetros de distancia, a Valladolid, España, donde estaba el noviciado de la Provincia. Me encontré con una realidad muy distinta. Una sociedad que también estaba cambiando: Eran los últimos años de Franco. Una Iglesia que trataba de adaptarse a los cambios que el Concilio Vaticano II exigía y una Congregación que quería también “aggionarse”, ponerse al día. Fui el último novicio que recibió “El santo hábito” en una solemne liturgia. Creo que viví el último noviciado en el que se estudiaba el “Manual de los Clérigos de San Viator” que nos indicaba que “el fin de la Congregación es la gloria de Dios y la santificación de sus miembros… y el fin especial, la enseñanza de la doctrina cristiana y el servicio de los altares”. También estudiamos los cuatro libritos, fruto del 21° Capítulo general de 1969. Allí se nos hablaba de la finalidad apostólica de la Congregación: la educación de la fe. En uno de estos documentos ya se hablaba que nuestra Congregación estaba pasando por la experiencia de una grave crisis: el envejecimiento, y la falta de jóvenes que se interesasen por la vocación viatoriana (Cfr N° 401 Vocación y formación del CSV). En el noviciado, mi vida religiosa fue adquiriendo nuevo significado y valor. Lo que aspiraba y lo que iba viviendo a través del esfuerzo personal, la gracia de Dios y lo que la Provincia religiosa me entregaba a través de las relaciones comunitarias y la formación, me daba sentido, y me hacía feliz. Tenía futuro, sueños, cosas por construir. La vida es un proyecto y una construcción. Ese proyecto se fue realizando.

Retorné al país como Clérigo de San Viator. El “camino al socialismo”, por el que se había optado, había sido bruscamente abortado por una dictadura que aún tiene sus huellas: Gobernaba Augusto Pinochet. Fue un período difícil. El pueblo sufría y la Iglesia muy comprometida con los pobres y perseguidos. Nuestros hermanos acompañaban al pueblo en comedores solidarios, policlínicos gratuitos, talleres para trabajadores y en la dirección de colegios gratuitos. Se me encomendó la tarea de trabajar con niños en situación de abandono, en un internado que la comunidad dirigía en Puente Alto. Al mismo tiempo proseguía mis estudios en la Universidad. Mi vida adquiría sentido y decidí que debía entregarla a la Iglesia en los Clérigos de san Viator. Era la mejor opción para anunciar a Jesucristo y su Evangelio. Solicité los votos perpetuos. Desde aquí se me fueron dando las cosas y trataba de responder a los desafíos de una Comunidad Viatoriana que comenzaba a fraguarse.

P. Soto con un grupo de estudiantes

Estos últimos años han sido diferentes; la herida que la Iglesia sufre es inmensa, y no es para menos. Toda la Conferencia Episcopal Chilena presentó su dimisión al Papa. Cuántos sacerdotes han llevado una vida doble, nadie lo sospechaba, incluso los que han vivido con ellos. Algunos dicen que pasarán años para recuperarnos. Frente a los hechos que hemos ido conociendo, muchos nos hemos sentido decepcionados. Algunos feligreses han dejado de asistir a los templos. Muchas parroquias se han vaciado de jóvenes. Me enviaron a Ovalle, a una de las diócesis más azotada por las denuncias de abusos: sacerdotes expulsados y un emblemático arzobispo reducido al estado laical. Dejé el colegio para servir como párroco. El arzobispo me ha pedido ser su vicario foráneo y director espiritual del Seminario, en un momento en el que, además, Chile vive un estallido social nunca visto, con grandes manifestaciones en la calle; quema de edificios emblemáticos, incluso templos; estaciones del metro incendiadas, grandes supermercados saqueados por masas incontroladas; paralización de colegios y universidades; suspensión de misas y encuentros pastorales; demandas de todo tipo.  Muchos preguntan dónde está la Iglesia. Me asomo por una de las ventanas de la parroquia y veo a los feligreses en la calle cantando, llevando pancartas y banderas, pidiendo mejores salarios, mayor inclusión, educación y salud gratuita y de calidad. ¿Qué hacer? Allí como viator debo acompañar, caminar junto ellos, junto a la Iglesia que sufre y demanda de mejores oportunidades. Por otra parte, el clero está alicaído, golpeado y ha perdido la credibilidad de antaño. En Ovalle formamos una comunidad de cuatro religiosos que en edad promediamos los 75 ¡Qué valor!¡Qué coraje! Al clero le gusta visitarnos. Y el pueblo también se siente acompañado por nuestra presencia. Admiran nuestra comunidad por su acogida, su alegría e ilusión, por nuestra misión colegio y parroquia. Creo que somos signo de fraternidad, de entrega generosa y de esperanza. Sí. DE ESPERANZA. En medio de tanta incertidumbre mostramos una Iglesia con futuro, que cree en una vida mejor.

P. Soto con un grupo de padres

Ahora, a esta edad y en tiempos de confinamiento por el Coronavirus, veo las cosas diferentes. Aparecen nuevos desafíos. Valoro con más profundidad lo que tengo; con la experiencia del momento presente, comienzo a ver, y a valorar aún más, las cosas del espíritu, lo realmente importante. No sé si es porque me estoy poniendo más viejo, cada día me encuentro en proceso de cambio: mis votos y mi vida comunitaria adquieren nuevo significado, siento que acojo con más alegría y paciencia a mi gente; los escucho con más ilusión.

El Papa Francisco en una de sus homilías decía que a veces encontramos a religiosos, cansados, desanimados, tristes, como marchitos. La tristeza espiritual es una enfermedad. Tristes porque no encuentran el amor, porque no están enamorados: enamorados del Señor. Dejaron atrás una vida de matrimonio, de familia, y querían seguir al Señor. Pero ahora parece que están cansados… Y la tristeza va calando. Es necesario volver a preguntarnos: ¿Qué nos pide el Señor a los viatores? ¿Cuáles son las periferias que más necesitan de nuestra presencia, para llevarles la luz del Evangelio? Si no tenemos la alegría de la vocación, ¿quién podrá creer que Jesús es nuestra esperanza? Solo nuestro testimonio de vida dará razón de nuestra esperanza en Él. La vida de los que seguimos a Jesús en la vocación viatoriana es la vida del amor apasionado por Él y del celo apostólico por la gente, especialmente por los más abandonados, los niños, los jóvenes. Si actuamos así, como dice el Papa Francisco: “cuando seamos ancianos o más ancianitos, tendremos una sonrisa hermosa y ojos brillantes. Porque tendremos el alma llena de ternura, de mansedumbre, de misericordia, de amor, de paternidad y maternidad”.

 

Gerardo Soto Toledo, viator